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martes, 28 de enero de 2014

"Las palabras y las cosas", Michel Foucault - La prosa del mundo III

A continuación, Foucault se dedica a puntualizar algunas de las conclusiones más importantes de la episteme del siglo XVI. En primer lugar, el autor destaca la riqueza y la pobreza de la misma. Riqueza, en tanto la encadenación de semejanzas es abierta e interminable; pobreza, precisamente, por la misma razón: al no poder poner un límite al juego de las semejanzas, las mismas se proyectan al infinito, minando la posibilidad de establecer un fundamento definido del conocimiento. 
Para el filósofo francés, el Renacimiento encontró una salida parcial para este problema: recuperar la categoría de microcosmos. Así, en esta época, se recuperó aquella concepción metafísica según la cual existe un microcosmos, encerrado en el hombre, que no es más que una reproducción a una escala menor de lo que acontece en el macrocosmos, realidad representada por todo aquello que permanece fuera del hombre. Básicamente, lo que afirma esta teoría, es que cualquier cosa que ocurra en el universo (macrocosmos) va a tener su correlato necesario en el hombre (microcosmos). 
Pero para Foucault, cuando analizamos en términos arqueológicos -es decir, en los términos que han hecho posible el conocimiento en esta época- la episteme del siglo XVI, descubrimos que, lejos de ocupar un lugar central, ocupa un lugar tangencial, cubre una necesidad determinada. Esta necesidad, precisamente, es la de otorgar un fundamento y a la vez un cierre al conocimiento. Así, el juego de similitudes queda garantizado por la relación entre microcosmo y macrocosmo
Pero como salta a la vista para el lector contemporáneo - no así, obviamente, para el hombre del siglo XVI- esta teoría implica un fundamento para el conocimiento que no tiene carácter científico según nuestros parámetros. Así, Foucault presenta otra característica de esta episteme: en ella conviven de manera indistinta el conocimiento racional, la magia y la erudición. 
En el siglo XVI, conocer, efectivamente, es interpretar, es descubrir semejanzas a partir de indicios visuales, de signaturas. En este contexto, la adivinación, por ejemplo, forma parte del conocimiento. Dios, a fin de hacernos ejercitar nuestro intelecto, pobló la naturaleza de cosas a descifrar; en consecuencia, el conocimiento debe ser divinatio. Asimismo, al igual que Dios, los escritores de la Antigüedad Clásica también nos entregaron signos para que nos ejercitemos. Al igual que la obra divina, la obra de los escritores clásicos está poblada de signos que debemos interpretar. Desde esta perspectiva, Divinatio y Eruditio son una misma hermenéutica. Pero, llegado este punto, Foucault aclara que, pese a ser una misma hermenéutica, presentan una diferencia: mientras la Divinatio va de la marca muda a la cosa misma, la Eruditio va del grafismo inmóvil a la palabra clara. Así, tanto la Divinatio como la Eruditio buscan descubrir, a través de la interpretación, lo que permanece oculto: en un caso, la cosa misma (Divinatio); en el otro, la palabra clara, diáfana (Eruditio). La diferencia, tal vez, estaría en la jerarquía: mientras la Divinatio es un conocimiento de primer grado que permite un acercamiento directo a las cosas, la Eruditio es un conocimiento de segundo grado, ya que nos permite acceder a la palabra clara, a la palabra primigenia, que a su vez oculta un conocimiento sobre la cosa con la que guarda semejanza. Es decir, en este segundo caso ya no tendríamos un conocimiento directo de la cosa sino que tendríamos un conocimiento mediado de ella. 

En la próxima entrada continuaremos con el análisis del capítulo "La prosa del mundo" de Las palabras y las cosas de Michel Foucault.

domingo, 26 de enero de 2014

"Las palabras y las cosas", Michel Foucault - La prosa del mundo II

A continuación, Foucault introduce un nuevo elemento de análisis: la signatura. Para el filósofo francés, sin ella el hombre correría el riesgo de atravesar el mundo sin advertir las semejanzas presentes entre las cosas que lo componen. La signatura, entonces, sería una suerte de marca visible que pone de manifiesto las relaciones de semejanza existentes entre las cosas. Así, por ejemplo, para Paracelso la bondad de Dios es tal que resulta evidente que debe haber dejado marcas en las cosas para que el hombre pueda leerlas. De este modo, quien desee conocer la realidad, deberá estar atento a estas signaturas, y ser capaz de descifrarlas. 
Para entender mejor la signatura, al igual de lo que hizo anteriormente con las cuatro similitudes, Foucault cita un ejemplo. Dicho ejemplo se encuentra en la obra Tratactus de signaturis (Tratado sobre las signaturas), de Crollius, publicada aproximadamente en 1610. En dicha obra, Crollius parte de la afirmación de que existe una simpatía entre el acónito y los ojos por la cual el primero tiene un efecto benéfico sobre los segundos. Pero, según vimos, para que dicha simpatía pueda captarse más allá de toda duda, es necesaria la existencia de una signatura que la haga visible. Para Crollius, esta signatura, esta marca visible, se encontraría en los granos de el acónito, ya que estos pequeños globos oscuros engarzados a una película blanca nos hacen recordar a los ojos con sus párpados. Así, en este caso, la signatura, la marca visible de esta simpatía, viene dada por la analogía existente entre el el acónito y los ojos, por su parecido visual. De este modo, la persona atenta, al ver la similitud existente entre el acónito y los ojos, podría descubrir la relación que permanece oculta entre ambos por la cual esta planta tiene efectos terapéuticos sobre la vista. 
A continuación, Foucault afirma que toda similitud recibe una signatura, y que esta última no es más que una suerte de medianera visible entre dos cosas cuya similitud aun permanece oculta. Así, en el Renacimiento, época que precede a la que el filósofo francés denomina época clásica, conocer va a ser precisamente descubrir estas similitudes ocultas a partir de signaturas, de marcas visibles.
Por último, dentro del apartado consagrado a las signaturas, Foucault distingue entre hermenéutica y semiología. La primera consiste en el cúmulo de conocimientos y técnicas que nos permiten interpretar el sentido de los signos mientras que la segunda, por su parte, consiste en el conjunto de conocimientos y técnicas que nos permite detectar dónde hay un signo y qué es lo que hace que sea precisamente un signo. En otras palabras, mientras la hermenéutica se ocupa de la interpretación de los signos, la semiología se ocupa de precisar su naturaleza, es decir, de estudiar en virtud de qué son signos. Para el autor, el Renacimiento, en términos del conocimiento, se caracterizó por confundir ambas, la hermenéutica y la semiología, en la similitud. Dado que el mundo es un todo ordenado en el que lo que rige son las similitudes, conocer necesariamente va a ser encontrar las relaciones de similitud ocultas entre las cosas a través de la lectura de las signaturas que las mismas presentan. En otras palabras, se encuentra el sentido (hermenéutica) a partir de la lectura de las signaturas (semiología). De esta manera, los signos/signaturas, en el Renacimiento, no llegan a ser problematizados: existen de manera natural para darle a conocer al hombre un orden, también natural, que de otra forma permanecería oculto.

En la próxima entrada seguiremos analizando el capítulo "La prosa del mundo" del libro Las palabras y las cosas

sábado, 25 de enero de 2014

"Las palabras y las cosas", Michel Foucault - La prosa del mundo I

A continuación, luego de analizar Las meninas de Velázquez, Foucault pasa a exponer cómo era el orden y, consecuentemente, el conocimiento, en la época que precede a la época clásica que se inaugura con dicho cuadro. Lo que busca el autor con esta exposición es que se entienda desde qué punto de vista la irrupción de la episteme clásica significa una ruptura en la historia de los sistemas de pensamiento del mundo occidental. 
Para Foucault, lo que distingue en términos de episteme a la época que precede a la clásica es el papel que juega la semejanza en la construcción del conocimiento. Lo característico de esta época es que la representación se consideraba en términos de repetición. Así, por ejemplo, se considera que la tierra repite el cielo y, por lo tanto, lo que suceda ahí (en el cielo) va a repercutir en lo que pase acá (en la tierra).
Luego de destacar la importancia que tiene la semejanza como fundamento del saber en esta época, el autor expone las cuatro formas principales que adopta la misma: convenientia, aemulatio, analogía y simpatía
La primera, la convenientia, consiste en la semejanza que se deriva de la vecindad espacial. En otras palabras, consiste en la semejanza, real o imaginada, que se origina por el hecho de que dos cosas estén cerca. De los ejemplos que da Foucault, tal vez el más ilustrativo es el que se encuentra en la obra de G. Porta, De humana physiognomía, publicada en 1583. En ella, según el filósofo francés, se encuentra el ejemplo de la relación de conveniencia existente entre el cuerpo y el alma. En principio, entre ambos hay una conveniencia  que emana de la relación que se da entre continente (en este caso, el cuerpo) y contenido (en este caso, el alma). Esta relación de conveniencia, por su lado, impone cierta reciprocidad: el alma recibe los movimiento del cuerpo y se asimila a él mientras que las pasiones del alma alteran y corrompen al cuerpo. 
La segunda, la aemulatio, supone una diferencia fundamental con la convenientia: mientras esta última dependía de una cercanía espacial, la aemulatio logra desembarazarse de esta necesidad y, por lo tanto, puede actuar a distancia. Así, mediante la aemulatio, las cosas pueden imitarse unas a otras aunque se encuentren en extremos opuestos del universo. Para ejemplificar esta segunda forma de la similitud, Foucault recurre, entre otras fuentes, al Tractatus novus de signaturis rerum internis de Crollius, de 1608, donde se establece que cada hierba que hay en la tierra tiene su correlato en una de las estrellas que puebla el cielo. Así, pese a estar cielo y tierra distanciados, los elementos que los componen (las estrellas y las hierbas respectivamente), se encuentran en una relación de aemulatio
En tercera lugar, tenemos la analogía. Para Foucault, esta forma de similitud posee un poder inmenso ya que, por más sutil que sea la semejanza de dos cosas, ambas pueden ser unidas por la analogía. Así, por ejemplo, el autor cita el caso de Cesalpino, quien en su De plantis libri xvi, de 1583, establece una analogía entre las plantas y los animales. Así, Cesalpino afirma que las raíces de la planta se asemejan a las piernas del hombre, el tallo, a su cuerpo y, por último, las flores, a su cabeza. 
Finalmente, tenemos las simpatías. Para Foucault, esta última forma de la similitud tiene la virtud de provocar el movimiento de las cosas. Así, las cosas tenderían a acercarse en virtud de la simpatía existente entre ellas. Pero si la simpatía actuase sin ningún tipo de contrapeso, se correría el riesgo de que, por su acción, las cosas queden asimiladas y pierdan su identidad. Por esto mismo, para que las cosas mantengan su identidad, existe una fuerza contraria a la simpatía, la antipatía, que asegura que las cosas, pese a acercarse, no se confundan entre ellas. Para ilustrar esta última forma de la similitud, Foucault se remite a la obra Annotations au Grand Miroir du Monde de Duchesne, donde se afirma que los cuatro elementos (agua, fuego, tierra y aire), se acercan en virtud de sus simpatías pero mantienen su identidad a partir de su antipatía. Así, por ejemplo, entre el fuego (cálido y seco) y el agua (fría y húmeda) existe una completa antipatía. Pero esta es subsanada por la presencia mediadora del aire (cálido y húmedo), que pese a presentar simpatía con ambos (es cálido como el fuego y es húmedo como el agua), no llega a confundirse con ninguno de los dos. 

Hasta acá, Foucault desarrolla las cuatro formas de similitud más características de la episteme que precede a la clásica. En la próxima entrada vamos a seguir con el análisis de lo que falta del capítulo "La prosa del mundo", del libro Las palabras y las cosas.

viernes, 24 de enero de 2014

"Las palabras y las cosas", Michel Foucault - Las meninas

Terminado el prefacio, Foucault abre su obra con un análisis pormenorizado de Las meninas de Velázquez. En dicho análisis, el autor se centra en el hecho de que, a diferencia de lo que pasa generalmente, en esta obra de Velázquez el pintor se ve representado mientras que sus modelos, los reyes, están en un lugar que se ubica fuera del cuadro. Asimismo, el filósofo francés afirma que con este juego se da una cierta reciprocidad de la mirada ya que parece que el pintor nos mira a nosotros, los espectadores del cuadro. Así, según Foucault, se produce un constante cambio de papel entre sujeto y objeto, entre espectador y modelo, que se proyecta al infinito.
Continuando con el análisis, el autor precisa que los modelos del pintor que aparece representado en el cuadro, el rey Felipe IV y su esposa Mariana, encuentran a su vez, pese a ubicarse fuera del cuadro, una representación en un espejo que se ubica al fondo de la sala representada. En dicho espejo, pueden verse con claridad dos figuras que representan al matrimonio real. Igualmente, pese a dicha representación, al no poder ver el cuadro que está pintando el pintor (en Las meninas, el cuadro que está pintando el pintor, que se ubica en el extremo inferior izquierdo, le da la espalda al espectador), se produce una ambigüedad en torno a quiénes son realmente los modelos; si efectivamente son los reyes, o si somos nosotros los espectadores.
Por último, Foucault, luego de un análisis exhaustivo del cuadro, explicita cuál es la relación del análisis del cuadro de Velázquez con la obra que él se propone hacer. Según el autor, este cuadro de Velázquez sería una representación de la representación clásica (para ver qué entiende Foucault por clásico en esta obra, pueden ver la entrada anterior referida al prefacio). En otras palabras, para el filósofo francés este cuadro simboliza el abandono de un orden que priorizaba la semejanza/similitud como fundamento del conocimiento por otro que prioriza la representación y que, según el autor, va a ser distintivo de la episteme clásica.

Estas nociones de semejanza/similitud y de representación serán analizadas en futuras entradas ya que Focualt las desarrolla más adelante en la obra.

jueves, 23 de enero de 2014

"Las palabras y las cosas", Michel Foucault - Prefacio

En el prefacio de esta obra publicada en 1966, Foucault afirma que el nacimiento de la misma se debe a un texto de Borges, "El idioma analítico de John Wilkins", en el que el escritor argentino expone una clasificación que figura en "cierta enciclopedia china", donde se afirma lo siguiente:
"Los animales se dividen en a- pertenecientes al Emperador, b- embalsamados, c- amaestrados, d- lechones, e- sirenas, f- fabulosos, g- perros sueltos, h- incluidos en esta clasificación, i- que se agitan como locos, j- innumerables, k- dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l- etcétera, m- que acaban de romper el jarrón, n- que de lejos parecen moscas."
El autor, a continuación, afirma que dicha taxonomía en un primer momento causa gracia al lector para, acto seguido, causarle cierta incomodidad. Para el filósofo francés, este sentimiento de incomodidad estriba en la imposibilidad de pensar dicha clasificación. Foucault afirma que, pese a que podemos pensar todos los elementos de la clasificación en términos aislados, al pensarlos como constituyentes de un orden, nos vemos imposibilitados.
Para tratar de explicar esta situación, el autor compara la enumeración expuesta anteriormente con la situación de la gente que padece afasia. Algunos afásicos, según comenta, no logran clasificar de manera coherente madejas de lana multicolores. Así, dichos pacientes tenderán a utilizar diversos criterios de clasificación que no siempre serán compatibles. De este modo, un paciente puede agrupar en un lugar las madejas de color rojo, en otro las de mayor espesor y en el otro las de mayor longitud. Como puede verse a simple vista, en esta clasificación coexistirían, por lo menos, tres criterios: el color, el espesor y la longitud. De modo semejante, la clasificación que figura en la enciclopedia china imaginada por Borges también presenta una multiplicidad de criterios que, desde nuestra manera de concebir la realidad, son incongruentes.  Pero para Foucault lo interesante es constatar que, en principio, no habría nada dentro de la naturaleza que nos forzara a optar por un orden en beneficio de otro. En otras palabras, la ordenación de la realidad según un determinado esquema clasificatorio respondería no a cierta disposición natural de las cosas sino a cuestiones culturales. 
Llegado este punto, el autor presenta la tesis central de la obra: cada sociedad, cada época, organiza la realidad según determinados criterios y, consecuentemente, establece condiciones de verdad acordes a dicho ordenamiento. Así, en cada época, el saber, el conocimiento, tiene que cumplir una serie de requisitos para ser considerado como tal. Como ya habrá adivinado el lector, dichos requisitos, para Foucault, varían a lo largo de la historia. 
A continuación, el autor expone otra tesis que va a tener un peso considerable a lo largo de la obra. Foucault afirma que, entre los códigos fundamentales de una cultura, que son los encargados de ordenar la realidad, y las teorías científicas o las interpretaciones filósoficas que intentan explicar dicho orden, media un dominio más oscuro, menos fácil de analizar. Así, según el autor, entre los códigos ordenadores subyacentes y las reflexiones sobre dicho orden, existe una suerte de experiencia desnuda de dicho orden. Y lo que Focault va a querer estudiar en esta obra precisamente es esta experiencia desnuda. Teniendo dicho objetivo en cuenta, el autor, lejos de analizar las diferentes concepciones filosóficas que trataron de reflexionar de manera explícita sobre este orden, busca analizar discursos científicos de diferentes épocas para demostrar cómo por debajo de ellos subyacía de manera implícita un concepto determinado de orden.  
Por último, luego de afirmar que su objetivo precisamente es historiar estas diferentes maneras de concebir el orden y, por lo tanto, el conocimiento (epistemes en la terminología de Foucault), el autor pasa a afirmar que, en el mundo occidental, pueden encontrarse dos grandes rupturas en la episteme: la primera marca la inauguración de lo que el autor llama época clásica hacia mediados del siglo XVII (hay que tener en cuenta que con el término clásico Foucault se refiere a este momento histórico y no, como suele hacerse, a la antigüedad grecolatina), y la segunda, que se inaugura a principios del siglo XIX y que, según el autor, se extiende hasta la fecha en la que escribe esta obra (1966), que marca la entrada en la modernidad. Según Foucault, el orden según el cual pensamos la realidad es diferente del orden que estructuraba la realidad en la época clásica. Finalmente, para cerrar este prefacio, el autor afirma que, contrariamente a lo que se piensa, recién con la entrada en la modernidad aparece por primera vez en la historia de occidente "el hombre" como objeto de saber y, en consecuencia, se posibilita la aparición de las ciencias humanas. 

martes, 7 de enero de 2014

El racionalismo de Descartes - La duda metódica

La duda como método

René Descartes (1596-1650) pasó a la historia de la filosofía como el filósofo de la duda metódica. Para el lector contemporáneo, dicha actitud puede parecer por momentos excesiva. Pero para comprenderla, hay que entender cuál es el contexto en el que produce su obra este filósofo.
En el siglo XVI Europa inicia un arduo proceso de renovación científica y filosófica. Uno de los ejes principales de este cambio gira en torno a la manera de concebir el conocimiento. La Edad Media, época histórica que precede a la Edad Moderna, se caracterizaba por una presencia fuerte de la Iglesia Católica en todos los aspectos de la vida (tanto en el plano espiritual como en el material). Dentro de este contexto, el fundamento último del conocimiento era Dios y todo conocimiento que contraviniera lo enseñado por las escrituras bíblicas debía ser rechazado de lleno bajo la figura de la herejía. Así, cobró popularidad en esta época el llamado "argumento de autoridad", que consiste en justificar la veracidad de una afirmación por la fuente de la que surge. De este modo, por ejemplo, la Tierra era el centro del universo porque así constaba en la Biblia, en el libro de Josué, 10:13.
Como podrá advertir el lector, esta actitud es contraria a la actitud de la ciencia. En este ámbito, la validez de un conocimiento no emana de su fuente sino que surge del método empleado y de las pruebas que se puedan proveer a su favor. Si tenemos en cuenta esto, puede entenderse por qué cobra tal importancia en la agenda intelectual de la época el encontrar una manera de fundamentar el conocimiento que prescinda de cualquier alusión a realidades metafísicas cuya comprobación resulta imposible (por ejemplo, Dios).
En este punto, precisamente, cobra importancia Descartes: su obra puede leerse como un intento por ciertos momentos radical de extremar la duda para ver qué conocimientos quedaban en pie luego de ser pasados por ese tamiz.
La primera pregunta que se hace este filósofo es por el origen del conocimiento. Así, Descartes se pregunta si el conocimiento emana de la experiencia (empirismo) o de la razón (racionalismo). Sobre la primera posibilidad, que el conocimiento se derive de la experiencia, formula dos objeciones: la primera, consiste en la constatación de que, ocasionalmente, los sentidos pueden engañarnos. Así, por ejemplo, cuando vemos un mago ilusionista, pese a que nuestros sentidos puedan engañarnos, nuestra razón concluye que lo que vemos no son más que meras ilusiones. La segunda, en íntima relación con la primera, consiste en los sueños. En efecto, cuando uno se encuentra en un estado onírico, muchas veces le es imposible distinguir la realidad del sueño. De este modo, a través de estos dos argumentos, Descartes logra desechar el conocimiento empírico.
Llegado este punto, la única posibilidad que queda es que el conocimiento emane de la razón. Pero, como se verá en la próxima entrada, esta posibilidad tampoco está exenta de problemas.